miércoles, 23 de abril de 2008

Caballero


Ese temor reverencial que todas le tuvimos al profesor de penal, el gran José Eduardo Aréstegui, fue casi una enfermedad. Un suspiro de admiración y temor. Un estigma de misterio. Cuando teníamos que salir adelante a dar el examen oral nos costaba un mundo mirarlo a la cara. El arrebato del mérito que le asignábamos nos nublaba a tal punto que veíamos un dios. Por lo mismo, cuando por fin egresamos de leyes invitamos a don José a nuestra celebración. Estábamos todas: Maricela, María José, Adriana y yo. Don José llegó con su compañera, Pía, una mujer al menos 15 años menor que él –una habitualidad en el mundo de los abogados. Ella en seguida nos repletó de citas de místicos orientales y posibles sesiones de relajación y yoga. Mientras don Pepe, bebía una copa de vino tras otra y nosotras, aún manteniendo la próxemica de un respeto casi paterino, le seguíamos el ritmo hasta que quedamos con los ojos brillosos y el alma casi completamente tirada sobre la mesa. Entonces descubrí por fin su mirada y lo vi definitivamente, y pude penetrar sus ojos cuando dando los exámenes me examinaban, y sus manos apretándose cuando le respondía. Durante ese letargo se precipitó cerca de mi cara, muy cerca y yo observé a Pía y la vi extasiada intentando que todos la escucharan. Y don Pepe en mi oído me susurraba cuánto me admiraba, cuánto apreciaba mi inteligencia, y se me venían a la mente sus gestos en los exámenes, su tensión casi cómica que nunca percibí hasta ese día, y pronto, cuando Adriana pasaba cerca, me percataba de cómo sus ojos seguían su culo, y cómo después seguía adulándome. Una extraña sensación se precipitó en mi y al instante me dieron ganas de orinar. Partí al baño rápidamente dejando a Pepe con sus palabras en el aire y su estirpe decadente colgada en el espacio. Antes de sentarme en la taza, me miré en el espejo y me vi con claridad. Y en el mismo instante dos pequeños golpes percutaron en la puerta y detrás de ellos el susurro de la voz de Pepe diciendo “Antonia, déjame entrar”. Y yo viéndome tal cual en el espejo que se abría hacia los costados agrandando mi figura. Y Pepe con dos golpes más intensos sobre la puerta y la misma parsimonia de sus frases. Y yo sentándome en la taza para por fin vaciarme. Y Pepe acelerando el golpeteo y sus palabras que se iban con el agua del water tras tirar la cadena. Y yo, tras el alivio del vacío por fin diciéndole: “No, caballero. No puedo abrirle. No, caballero”.

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