martes, 24 de junio de 2008

Mascotas

Cuando comencé a recoger animales desvalidos por la calle y llevarlos a la casa no sabía que era a mi misma a quien recogía. Era esa niña pequeñita que comía tierra después de que mamá se despedía con un beso y un abrazo antes de ir al trabajo. El frío de Santiago en invierno se multiplicaba cuando se alejaba. Y yo en la reja de la casa de mis abuelos lloraba mirando hacia atrás, asustada, esperando la silueta de mi abuela. Mi gato, el último de tres, pasa su cola por mi mano derecha suavemente. Ulises. Se para y maúlla chistosamente con su carita de arlequín. “No seas bolsita de plomo”, le digo, y me río. Antes de que mi Yaya apareciera en la reja ya había comido unos buenos puñados de tierra de hoja culpándome por la partida de mi mami. Mi hermano, dentro de la casa, jugaba feliz a los soldados. Era el hombre, el regalón, el simpático. Como mi papá, el hijo predilecto de la Yaya y del Tata. Yo paseaba por los rincones de la casa como si no estuviese. Aprendí a limpiarme el poto sola para que mi abuela no lo hiciera por mí. Aprendí a leer. Recuerdo perfectamente cuando recogí a Ulises hecho pedazos de la cadera hacia abajo. La indignación que sentí con los estúpidos que lo lanzaron casi recién nacido desde un patio hacia otro sólo me hizo creer más en los animales. Una bolsa de basura, una piedra inútil. La sensación de dolor que viví me retrajo a la casa de la abuela con tanta nitidez, que las caritas de todos los animales que había tenido alguna vez se me hicieron presentes. Abracé a Ulises con todo el amor que he aprendido de él, y recordé una tonta teoría psicológica: un motivo que provoca un rasgo inicial de la personalidad se independiza de éste cuando ese motivo supera en calidad al estímulo que lo indujo. Quizá divago o me enredo. Me dije. O sueño. No lo creo, pero si supe y sentí exactamente en ese instante cómo mis mascotas se convirtieron en tiernos artefactos de mi felicidad y , con suerte, de la felicidad de algunos que me han acompañado durante mi vida.


martes, 10 de junio de 2008

Miguitas de ternura


Encuentro desastroso adjetivar los cuerpos como si fuesen cosas que se ocupan y tiran en el suelo. Pero me ha ocurrido caer en ese juego. No soy de las que tiran el poto al aire pero he tenido periodos en que me ha tocado por elección tirar con más de uno en un lapso de tiempo corto. No tanto como un día, sería demasiado para mi que aún detento algo de la historia castrante de mi patria. Ni por esa sensación que dicen después los hombres que te transforma en puta. Ha sido en etapas de vacío, cuando no estuve bien con Roberto y las oportunidades se dieron con las personas exactas. Las texturas son distintas, los aromas, todo. Lo más extraño es que no hubo culpa nunca. Y fueron sólo en esas ocasiones puntuales. Después seguí con Roberto como siempre. Con altos y bajos. Con otro cuerpo delante de otros cuerpos. Con el mismo afecto y cariño. Por eso ahora me pregunto si tendré yo el problema de ser afectuosa y caliente a la vez sin proponerme una conclusión culposa como solución. O dicho de otro modo, si es verdad eso de la fidelidad y la elección ética de la pareja. No tengo ningún mal recuerdo de ninguno. Es más, son ricos recuerdos. Jugosos, extasiados. Hermosos en definitiva. A pesar de que el vacío te puede llevar a caer en estupideces, he sabido asociarlo y traerlo para que se transforme en parte de algo, que, dicho de frente, es más que nada. Más que la espera de que a Roberto se le haya pasado la furia o sus estados de paz falsa y enajenamiento en el trabajo. Comienzo a comprender muy lentamente que quizá sea una especie de disfunción el poder acariciar sin culpa y con la misma intensidad a más de uno. Una suerte de locura. Me apresuro y me retraigo con estos pensamientos como si fuesen justamente ese vaivén del coito que nos agrada tanto a todos. Que en ciertas circunstancias nos obliga a dispensarnos, descreernos y hasta a mentirnos descaradamente. Sea porque falta o porque no nos atrevemos a decir que podemos querer y tocar de verdad a un pedacito de la humanidad.